Esta historia comienza el mismo día en que llegamos a Delhi, a la que iba a ser nuestra casa durante un tiempo.
Era de noche, nuestras maletas estaban en algún aeropuerto entre Madrid, Bruselas, Zurich y Delhi, pero yo tenía mi ordenador conmigo con mi fabuloso disco duro lleno de películas preparadas para entretenernos las horas, o tal vez días, de espera. Así que pedimos comida china por teléfono, nos sentamos en el sofá, encendimos el portátil y comenzamos a ver algo, no recuerdo qué exactamente. La noche prometía, agotados de treinta horas de viaje, duchados y bien cenados, todo marchaba lo más plácidamente que se podía imaginar dadas las circunstancias que nos rodeaban. Nada turbaría nuestro tan deseado descanso en nuestro nuevo hogar… Nos equivocábamos.
A mitad de la película percibimos algo en la puerta de entrada de casa. Movimiento, una presencia, algo estaba allí. Entornando los ojos cansados de la pantalla del ordenador llegamos a descubrir qué era aquello que se movía y que estaba entrando plácidamente en nuestra casa. Un pequeño ratón. Sorprendido de encontrarnos allí, como si fuéramos nosotros los extraños, y de hecho lo éramos. Esa había sido su casa ni se sabe desde cuando y ahora nosotros la habíamos ocupado sin pedir permiso. Trató de dar media vuelta, pero ya era tarde, se encontraba en mitad del salón. Optó por continuar tranquilamente a su destino, la cocina. Nosotros casi sin inmutarnos nos quedamos mirándolo, mirándonos el uno al otro con estupefacción, como si aquel suceso hubiera sido parte de la película. Quién sabe, ahora con esto del 3D se hacen maravillas…
La situación nos provocó las primeras carcajadas en India, gracias a dios no serían las últimas. No podíamos precisar si lo absurdo de la situación era lo que nos daba risa o el hecho de que ninguno de los dos hubiéramos reaccionado, como si tomáramos al ratón como algo normal o habitual en nuestras vidas. También podía ser que el cansancio y la somnolencia nos mantuvieran aletargados. No lo sé.
Tras un pequeño debate decidimos que ese animalito vivía allí y que tendríamos que marcar un perímetro y unas normas de convivencia para cohabitar todos en paz y armonía. Lo primero era ponerle un nombre, puesto que él no se presentó, y lo bautizamos, de una manera tan original, como Miki.
La noche pasó y un nuevo día comenzó tras aquel incidente.
A partir de entonces vendrían un montón de carreras locas de la entrada a la cocina, de debajo del frigorífico a debajo de la lavadora y viceversa… Y nunca hizo nada que demostrara que subía a los estantes donde está nuestra comida o donde guardamos la vajilla, nada, ningún mal comportamiento ni acción que nos hiciera cuestionar la convivencia. Su terreno era la trasera de los electrodomésticos grandes y el camino de acceso a ellos por el suelo. Yo temía que mordiera cables o cosas de ese tipo, así que de vez en cuando chequeaba, pero nada, ningún problema. Parecía como si sólo viniera a dormir. Y siempre venía solo.
Firmamos un tratado de no-agresión y la convivencia no cuestionaba mayores problemas que el verlo llegar a casa de noche y salir de día.
Pero con el tiempo y la confianza las carreras y sus estancias fueron haciéndose más largas. Comenzó a entrar en el dormitorio, a meterse en los armarios donde estaba nuestra ropa, se colaba debajo del sofá… Se paseaba con una soltura que ya no le hacía falta ni correr. Andaba tranquilamente porque sabía que no le íbamos a decir nada, incluso a veces le dejábamos alguna esquina de corteza de pan o queso a su alcance. Le habíamos malcriado.
Pero todo seguía bien, no mordía nada, no estropeaba nada, no veíamos cagaditas por ningún sitio, así que parecía que el tratado de no-agresión funcionaba. Aunque flipáramos con su actitud, a veces casi desafiante, de andar como si él pagara las facturas a partes iguales y un pedacito de aquella casa le perteneciera.
A veces cuando iba a cerrar la bolsa de la basura, salía de dentro dando un bote y me dejaba a mí al borde del infarto. Era pequeño, pero matón…
Pasó el tiempo sin incidentes hasta que llegó un día en el que encontré un caramelo de tofee mordisqueado en una esquina de la encimera de la cocina. Eso significaba que podía subir a los estantes superiores y acceder a la comida. Había que hacer algo. Pero, ¿quién es capaz de matar a un animalillo tan pequeño y que además el cine de animación tantas veces nos lo ha presentado tan carismático y simpático? Es algo que llevamos dentro, vemos a ciertos animales como si fueran casi humanos o los convertimos en personajillos amables y graciosetes, obviando que pueden acarrear enfermedades o problemas mayores.
Ninguno de los dos fuimos capaces de tomar una decisión que terminara con aquella situación. Sobretodo oyendo a nuestro vecino contar la historia de cómo dos días antes había comprado unos pastelillos envenenados y había acabado con tres congéneres de Miki. La idea de recoger su cadáver me aterrorizaba.
Una vez más el tiempo pasó, y tampoco encontramos más pruebas de que estuviera actuando incorrectamente. Incluso cuando nos ausentamos en navidad durante veinte días todo lo encontramos como lo habíamos dejado.
Pero al final llegó el día…osó mordisquear uno de los croissants de desayuno de Teresa, esos que cuesta tanto comprar en nuestro barrio. Y el Apocalipsis llegó!!! No podía ser, de todas las cosas que podía haber roído tuvo que ir a por los santísimos y sagrados cruasanes… Ahora sí que había que tomar medidas, aunque fueran drásticas.
Compra del pastelillo envenenado, su colocación, búsqueda del cadáver y eliminación de pruebas, esos eran los pasos a planear. La táctica debía ser infalible, no queríamos que sufriera ni que agonizara en el fondo inalcanzable de un armario. Iba a ser duro, pero llegados a este punto había que hacerlo…
Anteayer por la noche diseñé el plan, por la mañana compraría el pastelillo y después ya veríamos.
Por la mañana temprano, a las ocho, me desperté y descubrí que el paquete de deliciosos noodles de arroz con huevo made in thailand que tenía guardados para una ocasión especial estaban mordisqueados en un lateral…noooooo!!!
Su hora había llegado. Bajé a la tienda a por el pastelillo y no quedaban, tendría que esperar un día más. Mejor para él. Volví a casa, me senté delante del ordenador y de repente oí sus ruiditos típicos en la cocina. Estaba metido en una bolsa de plástico vacía.
La agarré con un rápido gesto, le hice un nudo y salí victorioso al salón con mi trofeo. Lo teníamos y estaba vivo!! Decidimos bajarlo a la calle y soltarlo en el bosquecillo que rodea nuestro edificio con la esperanza de que empezara una nueva vida y de que no conociera el camino de regreso a su/nuestra casa.
Ojalá todo le vaya bien, que conozca a una ratona y tenga familia. Siempre será como un hijo para nosotros.
Estés donde estés Miki, te mandamos un beso de todo corazón.
Me ha encantado....ay, me has alegrado el día con esta historia. Como me gusta tu blog y que ganas tengo de ir a veros! Un besazo!!
ResponderEliminarCarolina
Qué entrañable el ratoncín, aunque yo no sé si hubiera podido convivir tanto tiempo con el pequeño ser. Bueno, bien mirado, he convivido con peores seres, tú ya me entiendes!
ResponderEliminarMuy bien hecho!!!! Tiene derecho a la vida el pobre Miki... Seguro que está feliz!!
ResponderEliminarSiento disentir con los alborozados seguidores de este blog. El contenido de El Lodazal es racista, prepotente y eurocéntrico. Bajo una espesa capa de ironía y humor se desprecia una civilización sabia, antigua y profunda. Típico ejemplo del españolito que sale de casa y crítica aquello que no conoce ni comprende.
ResponderEliminar